Ella iba en carro. Un buen día me jaló y así comenzó mi recorrido de los miércoles, que, a pesar de ser tan largo, siempre tenía un final relajado: conversando de cualquier cosa en su carro mientras las avenidas se abrían paso hacia nuestros destinos.
Yo no soy una persona que, habitualmente, sea extrovertida con la gente que recién conoce. Por esto me sorprendió ver cómo ella y yo podíamos congeniar tan bien en diversos aspectos y gustos: la carrera, la música, el arte, el teatro. Todo fluía de una manera poco habitual. Podía conversar con ella de cualquier cosa, sin sentir que tenía que dar una explicación previa para que la otra persona entendiera acerca de sobre qué le estaba hablando. Lo atribuía al hecho de que ella es unos años mayor que yo (yo: 22, ella: 28), no se por qué.
Y bueno, mientras las mañanas se me hacían larguísimas, las noches, el regreso a mi casa, era cada vez más corto, más corto de lo que yo hubiera querido. Surgían otros problemas: el miedo a que salte mis muros hacía que a veces yo me pusiera distante, un poco fría y, lo que es peor, no la mirara a los ojos al hablar. Pensaba “no seas idiota, es solo tu compañera de trabajo, no seas maleducada”, pero en el fondo sabía que la mala educación (me sonó almodovariano) no tenía nada que ver.
Un jueves (de un tiempo a esta parte, los jueves también tenían esa cualidad mágica), estando en plena conversa, el semáforo en rojo y el carro detenido nos hizo notar que la radio se había quedado sintonizada en una estación llena de blinblin y perreo. “Qué estamos escuchando” dijo. Y cambió a otra emisora.
Justo empezaba la canción. Ella comenzó a mover la cabeza al compás de ese grupo que yo sentía que había oído antes, pero al que no había prestado atención. Cantaba, miraba al espejo para voltear a la otra calle, bailaba y (me) aceleraba un poco. Estaba alegre, “qué buena canción”. Y yo, en lugar de mirarla, volteaba y me concentraba en la calle. Y en la letra. De pronto ella hablaba de nuevo y rompía la atmósfera de “silencio incomodo” que yo instauraba. Curiosamente, escuchamos la misma canción varias veces más, en otros miércoles o jueves de recorrido juntas y la reacción era similar: se detenía en esa estación, movía la cabeza y las manos, la disfrutaba.
Desde hace unos días le estaba huyendo a la tristeza. Hasta parecía que no existía. Tristeza porque pronto cambiaré de chamba y ya no veré a Lucía. Pero eso no existía. Solo había cabida para las celebraciones por mi nueva chamba, por la universidad que va bien, por haber retomado otros aspectos de mi vida. Y de pronto el puto destino, siempre con un as bajo la manga, me brinda un recordatorio.
El dj pone la canción y yo, con algunas chelas encima, siento la pegada.
I get down on my knees and pray.
I'm waiting for that final moment
you'll say the words that I can't say.
Y siento la pegada de mi trayecto a solas a casa. De cómo recordaba mi buen humor a su lado, de cómo, una noche, trasladé ese buen humor a mi casa, mientras mi familia se preguntaba si me habían subido el sueldo o algo así. Con una sonrisa siempre en el rostro después de verla.
Tenía que que exorcizar esa tristeza de alguna manera, no podía ganarme la noche. Entonces, me puse a bailar.